Para entrar hay que atravesar unas rejas. Unas rejas de hierro forjado, retorcido, gris. Como las que hay en muchas casas y te dan la bienvenida mientras se abren majestuosamente y dejan libre el acceso al interior. Exactamente como estas....
Nos dirigimos hacia los barracones, todavía con el silencio como compañía. A pesar de ser muchos, nadie se ha atrevido a romperlo. Y en el fondo, todos hablamos.
La sensación no mejora cuando entramos. Miro las camas apelotonadas, de madera roída por la carcoma, con inscripciones hechas a fuerza de rasgar con las uñas, y se me forma un nudo en la garganta al pensar que cada una de ellas tenía que ser compartida entre tres personas.
Miro el comedor con tristeza. Si me concentro casi puedo ver cómo los nazis se entretenían echando un mendrugo de pan duro enmedio de quizá... 30 o... 50 personas que llevaban sin comer tres días mientras apostaban entre risas quien se lo llevaría esa vez. Hambrientos y, por si no fuera suficiente, humillados por ello.
Algo así no parece posible. No parece real. No en la Europa que conozco. Y sin embargo cuando visitas Berlín, sólo cuando lo visitas, te das cuenta realmente de lo que tuvieron que pasar. Caminando por sus calles, cogiendo el metro, viendo el reguero que queda del muro dividiendo aún los espíritus de las dos ciudades.
Construyeron mucho y reconstruyeron más, para juntar lo que en su día fue un sólo país. Como si nada hubiera pasado. Para demostrar al mundo entero que una vez se cayeron del carro, pero volvieron a subir en el vagón correcto. Y la verdad, les ha quedado bastante bien. Los felicito por ello.
Sin embargo, no puedo evitar la impresión que me produce por ejemplo, estar paseando por una calle tranquilamente y enterarme después que paseaba sobre el búnker donde murió el causante. O que sea la única ciudad capaz de construir en el mismo centro un monumento gigante en honor a sus propias víctimas.
Impresionante.
He aquí mi pequeño homenaje particular.