jueves, 7 de febrero de 2008

Berlín

El verano pasado estuve en Berlín. Compré el billete pensando que iría a ver una capital europea en la que aún no había tenido el honor de estar, ni más ni menos. Una ciudad con sus tiendas, sus calles, su casco antiguo, su gente... y poco más. Ni por asomo esperaba encontrarme lo que viví al llegar allí. Berlín no es una ciudad, es una Historia con nombre propio.

Mi segundo y último día visité un campo de concentración. No sé qué me impulsó a ir, porque sinceramente, no recordaba demasiado de la historia nazi, ni de las dos Alemanias, ni nada. Supongo que fue la coincidencia de que hubiera visita justo el día que me quedaba de estar allí y al mirar las opciones fue la que más me llamó la atención.



Esto fue lo primero que vi al llegar.


Una entrada así impresiona. Es tan gris que da la sensación de volverte gris con sólo mirarla. De hecho todo se vuelve gris... el cielo, la gente, las voces.... y las miradas. Sobretodo las miradas.

Para entrar hay que atravesar unas rejas. Unas rejas de hierro forjado, retorcido, gris. Como las que hay en muchas casas y te dan la bienvenida mientras se abren majestuosamente y dejan libre el acceso al interior. Exactamente como estas....


"Trabajar te hace libre"


Entramos. Lo que aparece ante mis ojos me parece tan espeluznante que me olvido de parpadear, y no reacciono hasta que noto las pupilas tan secas que me duelen. Un gran terreno en forma de abanico, donde el eje empieza en mis pies, se expande ante mí. Estoy justo debajo de la torre de control, desde donde es visible hasta el más lejano rincón del campo. Miro alrededor, hacia la lejanía, en un vano intento inconsciente de comprobar hasta donde me alcanza la vista. La gente que me rodea parece tan impresionada como yo, con los ojos fijos en sus propios pensamientos. No se oye nada, nadie tiene ganas de hablar. Empiezo a imaginar a toda la gente que tuvo que atravesar aquellas puertas, atravesar la inscripción que acababa de leer yo (y que incluía la palabra "libertad") mientras dejaban su vida justo antes de entrar, dobladita en un lado. Su vida, su nombre, y lo peor de todo, su dignidad. Sólo pensarlo me produce escalofríos.

























Si no fuera porque sé lo que es, hasta diría que es bonito.

Nos dirigimos hacia los barracones, todavía con el silencio como compañía. A pesar de ser muchos, nadie se ha atrevido a romperlo. Y en el fondo, todos hablamos.




La sensación no mejora cuando entramos. Miro las camas apelotonadas, de madera roída por la carcoma, con inscripciones hechas a fuerza de rasgar con las uñas, y se me forma un nudo en la garganta al pensar que cada una de ellas tenía que ser compartida entre tres personas.





Miro el comedor con tristeza. Si me concentro casi puedo ver cómo los nazis se entretenían echando un mendrugo de pan duro enmedio de quizá... 30 o... 50 personas que llevaban sin comer tres días mientras apostaban entre risas quien se lo llevaría esa vez. Hambrientos y, por si no fuera suficiente, humillados por ello.




Algo así no parece posible. No parece real. No en la Europa que conozco. Y sin embargo cuando visitas Berlín, sólo cuando lo visitas, te das cuenta realmente de lo que tuvieron que pasar. Caminando por sus calles, cogiendo el metro, viendo el reguero que queda del muro dividiendo aún los espíritus de las dos ciudades.


Construyeron mucho y reconstruyeron más, para juntar lo que en su día fue un sólo país. Como si nada hubiera pasado. Para demostrar al mundo entero que una vez se cayeron del carro, pero volvieron a subir en el vagón correcto. Y la verdad, les ha quedado bastante bien. Los felicito por ello.


Sin embargo, no puedo evitar la impresión que me produce por ejemplo, estar paseando por una calle tranquilamente y enterarme después que paseaba sobre el búnker donde murió el causante. O que sea la única ciudad capaz de construir en el mismo centro un monumento gigante en honor a sus propias víctimas.


Impresionante.


He aquí mi pequeño homenaje particular.