miércoles, 12 de marzo de 2008

¿Con qué sueñan los ciegos?

Es una pregunta que nunca me había formulado hasta hace poco, y la verdad, aún no he llegado a ninguna conclusión.
Las personas asociamos sensaciones, sentimientos o incluso miedos a una imagen que retenemos en nuestro inconsciente, o incluso imaginamos partiendo de otras bases y en eso se convierten nuestros sueños.
Pero qué pasa cuando no tienes ninguna imagen a la que asociar las sensaciones? Qué pasa cuando no estás consciente y la mente sigue trabajando igual, pero no encuentra fotos en los cajones? Con qué sueña un ciego?
Cuando estás despierto crees ser plenamente consciente de lo que estás pensando. Y esto es, en cierto modo, lógico y comprensible. Incluso aunque una idea disparatada aparezca en tu mente cuando menos te lo esperas, eres consciente de esa idea, y también de que habitaba en algún rincón de tu subconsciente.
Pero cuando soñamos… cuando aparentemente todo está en calma, las ideas reposan y la mente tiene los ojos cerrados… es entonces cuando nuestro inconsciente bosteza, aparta la manta de una patada, se calza sus botas de montañero y sale a explorar nuestros rincones más oscuros. Nuestros cajones cerrados con llave. El solar donde habitan los archivos desterrados, las ideas abandonadas. Y conforme va encontrando retales de vida que creíamos olvidados va tejiendo una historia, a veces con sentido, a veces sin. Como si quisiera juntar en una misma historia capítulos de libros diferentes, usando para ello la técnica de la conjunción y la suma. Amontona todo lo que le interesa y se lo lleva a la sala de proyección, donde le esperan un par de ojos despiertos con los ojos cerrados. Se arrellana en los pliegues del cerebro y… empieza la película.

Un vídeo casero. Un niño. Una almohada. Unas voces. – Mira como él es capaz de hacerlo, mira! – No quiero mirar. Pero no puedo despegar los ojos del vídeo. De la mirada del niño. Habla a la cámara. Me habla a mí. Miro sus ojos, sus pestañas. Su boca, sus gestos. No entiendo una palabra de lo que dice. O quizá sí, pero no lo oigo. Sé que va a morir. Y sé que me están obligando a verlo, sólo prolongan la espera. Para que me familiarice con el niño, para que le coja cariño. Sabiendo que ya no está. Lloro (o quizá quiero llorar). Nadie me toca, pero no puedo apartar la vista. – Míralo… míralo. – Alguien se acerca a él con una almohada. Sé lo que va a pasarle. Lo sé. Lo miro. Me mira a través de la pantalla y hace una mueca. Creo que dice buenas noches. En el plano sólo se ve su cabeza… y la almohada. Y de repente… oscuridad. Y un grito ahogado. Sigo mirando.

Y aquí me desperté. Aún podía sentir la voz del niño. Una voz que existía solamente en mi cabeza, una voz irreal. Sus ojos mirándome, la almohada cubriéndolo todo. Lo recordaba todo tan nítidamente que dudé si aún seguía dormida. Pero no, miré a mi alrededor, me palpé las manos y comprobé que todo era tan real como el despertador que sonaba.
Mientras me vestía no dejaba de darle vueltas al asunto. De dónde había sacado tan macabra idea? Y lo peor de todo… yo llevaba eso en mi inconsciente? Habitaba en un rincón de mi mente sin yo saberlo? De repente la mente me pareció una herramienta tan peligrosa e independiente que me dio miedo pensar.
Hasta qué punto tenemos control sobre ella? Hasta qué punto pensamos lo que queremos? Qué le influye? Es algo separado de nosotros mismos, va por libre? Cómo interpreta ella lo que yo creo que veo para luego transformarlo de semejante manera?

Las preguntas siguieron atormentándome mientras la rutina pasaba por mí una mañana más en forma de vida. Inconscientemente grababa todos los paisajes que pasaban ante mis ojos como posibles “escenarios” de mis sueños. Intentaba, inútilmente, archivarlos conscientemente para así ayudar a mi subconsciente en los paseos nocturnos. Me empapaba de cualquier visión, por cotidiana que fuera, para no perderme luego un solo detalle.

Hasta que me subí al tren y de repente pensé: con qué sueñan los ciegos?

lunes, 3 de marzo de 2008

El kioskero

De pequeña me encantaban los puzzles. Tenía de todo tipo, pero los que más me gustaban eran los que tenían tamaño de un folio, con una base de cartón y las piezas marcadas en ella para saber como iban colocadas. Tenía 20 aproximadamente, la mayoría de la serie B de películas de Disney, la Cenicienta, La Blancanieves, Bambi…
Mi padre me los compraba en un kiosko que teníamos en la esquina de nuestra calle. El kisokero era un señor moreno, gordo, con una panza enorme y un diente de oro. Sé que lo tenía porque siempre estaba sonriendo, y lo mostraba con orgullo.
Me gustaba ir a aquel sitio. El kiosko era uno de esos típicos de barrio, un puesto de paredes de cristal y un gran mostrador delante con las revistas expuestas a la altura de las rodillas. En este caso las revistas no lucían ordenadas por temática o por tamaño, sino que se apilaban sin ningún orden aparente. Como si las hubiera dejado así el propio repartidor y nadie se hubiera preocupado por moverlas de sitio después. Quizá era su orden particular.
Mi padre se ponía a revolver entre las revistas y se llevaba sus fascículos semanales de cine de terror mientras yo contemplaba embelesada de su mano la estantería de puzzles. Los miraba con unos ojos tan redondos que el kioskero, entre risa y risa, siempre me acercaba alguno y me decía con su acento cantarín: “Te gusta alguno, princesita?”. Yo entonces miraba a mi padre con timidez y con los ojos aún más abiertos, intentando que hablaran por si solos diciendo “Lo que tú me digas”.
Al final siempre me acababa llevando alguno, hasta que logré reunir una colección bastante considerable. Los cuidaba con esmero, los hacía y los deshacía, siempre empezando por los bordes como me habían enseñado, y nunca empezaba uno hasta que el anterior estuviera completamente montado.
Nunca perdí una sola pieza de esos puzzles.

Poco después vería como mi família iba desmoronándose como uno de esos puzzles… y con ella mi pequeña vida. Sin ningún orden, sin ningún cuidado, las piezas volaban y se estrellaban unas con otras. Pronto dejé de ir a ese kiosko, nos mudamos de piso y mi padre dejó de ser una figura constante en mi vida.

Los años pasaron… mi vida fue cambiando… fui dejando etapas atrás y empezando otras nuevas… cambié varias veces de escenarios, de telones, de decorados. Incluso de personaje.
Y no hace mucho, en uno de mis paseos diarios, mis pies me dirigieron de nuevo a aquella calle de mi pasado. Nunca más había vuelto desde los 5 años, pero el kiosko seguía allí. De pie, manteniéndose a duras penas entre los nuevos edificios construidos alrededor, pero allí sobrevivía.
Sentí una punzada de nostalgia al pasar por delante. Las revistas seguían apiladas sin ningún orden, los puzzles habían sido reemplazados por cuadernos de pegatinas y cromos de equipos de fútbol.
Me senté en un banco que había cerca y contemplé mi pequeño kiosko. Los cristales ya no relucían como antaño, ahora eran de un color opaco producto de no haber sido limpiados en algún tiempo.
Al poco salió el kioskero. Su cabello moreno había sido sustituido por una pelusilla blanca que le rodeaba la cabeza dejando despejada la parte superior.
Su panza seguía igual que redonda que hacía 20 años, pero sus cansadas piernas se apoyaban en un bastón de madera.
Le mire el rostro, surcado de arrugas. Un rostro que a pesar del tiempo recordaba perfectamente. Lo miré fijamente y pensé en su vida. Y en la mía. Me costaba imaginar que mientras yo había hecho tantas cosas y tan diferentes, él había seguido abriendo cada día su pequeño kiosko, sacado sus pilas de revistas y contemplado la misma fachada. Día a día, año tras año.
Le miré y sonreí, a pesar de saber que no me recordaba lo más mínimo.
Al poco me levanté y me fui. Pero me quedé sin saber si aún conservaba su diente de oro.
No le vi sonreír ni una sola vez.

jueves, 7 de febrero de 2008

Berlín

El verano pasado estuve en Berlín. Compré el billete pensando que iría a ver una capital europea en la que aún no había tenido el honor de estar, ni más ni menos. Una ciudad con sus tiendas, sus calles, su casco antiguo, su gente... y poco más. Ni por asomo esperaba encontrarme lo que viví al llegar allí. Berlín no es una ciudad, es una Historia con nombre propio.

Mi segundo y último día visité un campo de concentración. No sé qué me impulsó a ir, porque sinceramente, no recordaba demasiado de la historia nazi, ni de las dos Alemanias, ni nada. Supongo que fue la coincidencia de que hubiera visita justo el día que me quedaba de estar allí y al mirar las opciones fue la que más me llamó la atención.



Esto fue lo primero que vi al llegar.


Una entrada así impresiona. Es tan gris que da la sensación de volverte gris con sólo mirarla. De hecho todo se vuelve gris... el cielo, la gente, las voces.... y las miradas. Sobretodo las miradas.

Para entrar hay que atravesar unas rejas. Unas rejas de hierro forjado, retorcido, gris. Como las que hay en muchas casas y te dan la bienvenida mientras se abren majestuosamente y dejan libre el acceso al interior. Exactamente como estas....


"Trabajar te hace libre"


Entramos. Lo que aparece ante mis ojos me parece tan espeluznante que me olvido de parpadear, y no reacciono hasta que noto las pupilas tan secas que me duelen. Un gran terreno en forma de abanico, donde el eje empieza en mis pies, se expande ante mí. Estoy justo debajo de la torre de control, desde donde es visible hasta el más lejano rincón del campo. Miro alrededor, hacia la lejanía, en un vano intento inconsciente de comprobar hasta donde me alcanza la vista. La gente que me rodea parece tan impresionada como yo, con los ojos fijos en sus propios pensamientos. No se oye nada, nadie tiene ganas de hablar. Empiezo a imaginar a toda la gente que tuvo que atravesar aquellas puertas, atravesar la inscripción que acababa de leer yo (y que incluía la palabra "libertad") mientras dejaban su vida justo antes de entrar, dobladita en un lado. Su vida, su nombre, y lo peor de todo, su dignidad. Sólo pensarlo me produce escalofríos.

























Si no fuera porque sé lo que es, hasta diría que es bonito.

Nos dirigimos hacia los barracones, todavía con el silencio como compañía. A pesar de ser muchos, nadie se ha atrevido a romperlo. Y en el fondo, todos hablamos.




La sensación no mejora cuando entramos. Miro las camas apelotonadas, de madera roída por la carcoma, con inscripciones hechas a fuerza de rasgar con las uñas, y se me forma un nudo en la garganta al pensar que cada una de ellas tenía que ser compartida entre tres personas.





Miro el comedor con tristeza. Si me concentro casi puedo ver cómo los nazis se entretenían echando un mendrugo de pan duro enmedio de quizá... 30 o... 50 personas que llevaban sin comer tres días mientras apostaban entre risas quien se lo llevaría esa vez. Hambrientos y, por si no fuera suficiente, humillados por ello.




Algo así no parece posible. No parece real. No en la Europa que conozco. Y sin embargo cuando visitas Berlín, sólo cuando lo visitas, te das cuenta realmente de lo que tuvieron que pasar. Caminando por sus calles, cogiendo el metro, viendo el reguero que queda del muro dividiendo aún los espíritus de las dos ciudades.


Construyeron mucho y reconstruyeron más, para juntar lo que en su día fue un sólo país. Como si nada hubiera pasado. Para demostrar al mundo entero que una vez se cayeron del carro, pero volvieron a subir en el vagón correcto. Y la verdad, les ha quedado bastante bien. Los felicito por ello.


Sin embargo, no puedo evitar la impresión que me produce por ejemplo, estar paseando por una calle tranquilamente y enterarme después que paseaba sobre el búnker donde murió el causante. O que sea la única ciudad capaz de construir en el mismo centro un monumento gigante en honor a sus propias víctimas.


Impresionante.


He aquí mi pequeño homenaje particular.