lunes, 3 de marzo de 2008

El kioskero

De pequeña me encantaban los puzzles. Tenía de todo tipo, pero los que más me gustaban eran los que tenían tamaño de un folio, con una base de cartón y las piezas marcadas en ella para saber como iban colocadas. Tenía 20 aproximadamente, la mayoría de la serie B de películas de Disney, la Cenicienta, La Blancanieves, Bambi…
Mi padre me los compraba en un kiosko que teníamos en la esquina de nuestra calle. El kisokero era un señor moreno, gordo, con una panza enorme y un diente de oro. Sé que lo tenía porque siempre estaba sonriendo, y lo mostraba con orgullo.
Me gustaba ir a aquel sitio. El kiosko era uno de esos típicos de barrio, un puesto de paredes de cristal y un gran mostrador delante con las revistas expuestas a la altura de las rodillas. En este caso las revistas no lucían ordenadas por temática o por tamaño, sino que se apilaban sin ningún orden aparente. Como si las hubiera dejado así el propio repartidor y nadie se hubiera preocupado por moverlas de sitio después. Quizá era su orden particular.
Mi padre se ponía a revolver entre las revistas y se llevaba sus fascículos semanales de cine de terror mientras yo contemplaba embelesada de su mano la estantería de puzzles. Los miraba con unos ojos tan redondos que el kioskero, entre risa y risa, siempre me acercaba alguno y me decía con su acento cantarín: “Te gusta alguno, princesita?”. Yo entonces miraba a mi padre con timidez y con los ojos aún más abiertos, intentando que hablaran por si solos diciendo “Lo que tú me digas”.
Al final siempre me acababa llevando alguno, hasta que logré reunir una colección bastante considerable. Los cuidaba con esmero, los hacía y los deshacía, siempre empezando por los bordes como me habían enseñado, y nunca empezaba uno hasta que el anterior estuviera completamente montado.
Nunca perdí una sola pieza de esos puzzles.

Poco después vería como mi família iba desmoronándose como uno de esos puzzles… y con ella mi pequeña vida. Sin ningún orden, sin ningún cuidado, las piezas volaban y se estrellaban unas con otras. Pronto dejé de ir a ese kiosko, nos mudamos de piso y mi padre dejó de ser una figura constante en mi vida.

Los años pasaron… mi vida fue cambiando… fui dejando etapas atrás y empezando otras nuevas… cambié varias veces de escenarios, de telones, de decorados. Incluso de personaje.
Y no hace mucho, en uno de mis paseos diarios, mis pies me dirigieron de nuevo a aquella calle de mi pasado. Nunca más había vuelto desde los 5 años, pero el kiosko seguía allí. De pie, manteniéndose a duras penas entre los nuevos edificios construidos alrededor, pero allí sobrevivía.
Sentí una punzada de nostalgia al pasar por delante. Las revistas seguían apiladas sin ningún orden, los puzzles habían sido reemplazados por cuadernos de pegatinas y cromos de equipos de fútbol.
Me senté en un banco que había cerca y contemplé mi pequeño kiosko. Los cristales ya no relucían como antaño, ahora eran de un color opaco producto de no haber sido limpiados en algún tiempo.
Al poco salió el kioskero. Su cabello moreno había sido sustituido por una pelusilla blanca que le rodeaba la cabeza dejando despejada la parte superior.
Su panza seguía igual que redonda que hacía 20 años, pero sus cansadas piernas se apoyaban en un bastón de madera.
Le mire el rostro, surcado de arrugas. Un rostro que a pesar del tiempo recordaba perfectamente. Lo miré fijamente y pensé en su vida. Y en la mía. Me costaba imaginar que mientras yo había hecho tantas cosas y tan diferentes, él había seguido abriendo cada día su pequeño kiosko, sacado sus pilas de revistas y contemplado la misma fachada. Día a día, año tras año.
Le miré y sonreí, a pesar de saber que no me recordaba lo más mínimo.
Al poco me levanté y me fui. Pero me quedé sin saber si aún conservaba su diente de oro.
No le vi sonreír ni una sola vez.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay cosas que no cambian nunca.
Hay cosas que nunca dejan de cambiar.
Hay cosas que sólo empeoran.

Vernos en las cosas es una manera de mirarnos al espejo. Entiendo perfectamente lo que quieres decir en tu post. Estoy muy orgulloso de ti.

Un beso grande.

Kapi dijo...

Qué preciosa historia...como tu vida.
Me alegra ver que los años te han hecho fuerte pero que sigues siendo la chica profunda que tuve la suerte de tener por amiga.
¿Sabes? Una vez vi a mi padre como tú viste a tu kioskero, y no se lo pude perdonar. Ahora sé que es algo que le puede pasar a cualquiera. Gracias.
Un besazo, "princesita".